domingo, 8 de marzo de 2015

"La pasajera" de Alonso Cueto


La nueva novela de Alonso Cueto, "La pasajera", insiste en uno de los temas que el autor ha venido explorando en su universo creativo, el de la influencia del conflicto armado sobre las individualidades que conforman la sociedad peruana. No asistimos, ciertamente, a la guerra misma, vemos sus resultados en el destino de sus personajes. Delia, una joven mujer huantina, quien ha sufrido una violación grupal perpetrada por soldados del ejército peruano, y el excapitán Arturo Olea, quien toleró, sin oponerse a las órdenes del coronel que dirigía el destacamento, que se cometiera este crimen, desarrollarán la búsqueda por resolver el conflicto que los mantiene unidos a este entramado, el de un pasado irresuelto que los persigue sin desmayo, a pesar de ellos. 

Novela breve por cierto, en la cual se perfila un único conflicto humano con dos caras -cómo podrá el excapitán Olea obtener el perdón de Delia, cómo podrá ella escapar de su equívoco victimarioasí como las aristas que éste tiene al influir sobre el resto del universo mental de sus personajes, en particular sobre su capacidad de amar o de incluirse en una sociedad -la limeña- que no parece haber asimilado aún lo sucedido a lo largo de más de una década de terror. 

La novela en sus primeros escorzos va discurriendo en episodios paralelos que nos pintan los respectivos entornos sociales y psicológicos de estos personajes. Entornos que deben permanecer separados puesto que su invasión por el otro sólo traerá más sufrimiento a cada uno de los involucrados como claramente se deduce de la observación atenta del fluir de la novela. La ruptura de esta norma implícita es lo que desencadena el dolor en ambos personajes que hasta ese momento habían obtenido un equilibrio en sus vidas. Pero no había otra opción para ellos que atravesar los abismos que los separan.

Asentados ambos en la Lima del Fujimori reelegido para un segundo mandatoArturo convertido en chofer de taxi, Delia en peluquera, van a ver sus caminos cruzados uno por el otro, cuando Arturo la encuentre como pasajera de su taxi y la reconozca. A partir de ese momento se desata en Arturo una fuerza irracional que, producto del sufrimiento que lleva a cuestas, busca reconciliarse con quien sólo quiere huir de él, negándole sin proponérselo el perdón anhelado. Pero qué podría decirse luego de un acto tan brutal que cuestiona, como Cueto mismo lo señala a través de quien narra la novela, la posibilidad de "que alguna palabra o sentimiento existiera después de eso". Puede reconocerse desde el primer momento el egoísmo que anima a Arturo, la manera imprudente en que se ha de acercar a Delipara luego concluir que no es en el sufrimiento de ella en lo que piensa sino en el suyo propio lo que lo motiva a resolver su tragedia como lo hace finalmente, solución que no genera en el lector un mínimo de compasión por él ni por la víctima de su venganza. 

Dos momentos de la novela son merecedores de una atenta observación. El primero en el capítulo II que nos describe lo que interiormente revuelve a Delia y la empuja al borde del suicidio en el morro de Chorrillos, huyendo del excapitán Olea, para encontrarse ante aquella cruz "hecha de las torres que los terroristas habían derribado... Una cruz hecha de explosiones que buscaba la paz". Y lo que se revuelve en ella son los recuerdos de una mujer que sentía la necesidad de aprender "a recordar mejor", es decir a eliminar la amargura de la vejación sufrida, mientras lograba rescatar del olvido el amor por sus padres adoptivos -asesinados por la barbarie del Estado peruano- y la dulzura de su experiencia infantil en la ciudad de Huanta. Sólo el amor por Viviana, la hija producto del oprobio sufrido, es lo que la hace recapacitar sobre lo que pretendía -arrojarse por el acantilado- y tener fuerzas para continuar viviendo. 

El segundo momento, en el capítulo V, cuando se encuentra el excapitán Olea ante Delia portando una mochila con el dinero que había robado al coronel aquel que había incitado el crimen "como un estímulo... porque queremos que la tropa se sienta bien" (pp 45). Aquello que se encuentra en su conciencia resulta muy claro en ese clímax que lo empuja a la resolución de su conflicto psíquico, así entiende de la necedad de llevarle el dinero, mientras saca un revólver para matarla a ella y luego a sí mismo. Mientras esto ocurre, él acude a la deliberación moral que resuelve su tragediallegando a la conclusión que le permite en ese instante previo a la muerte reconocer la futilidad de sus acciones: "¿Y él? Él había podido ayudarla y no lo había hecho. Él habría podido intentar evitar que eso ocurriera y se había negado. Su falta no había ocurrido en un momento determinado. Simplemente se había dejado arrastrar. Él también era responsable, como si hubiera hecho cola con los violadores...Arturo era igual que ellos. Era peor. Había podido reconocer el valor de los actos. No había tenido suficiente fuerza. No se había atrevido a rebelarse contra el coronel y contra los soldados...No había cumplido las órdenes del coronel, sino las del miedo que crecía en su piel." (pp 105-106). El sufrimiento excesivo del excapitán y la culpa que éste carga se aprecian en su real magnitud cuando se le compara con lo que experimenta el real responsable del sufrimiento de ambos personajes, Arturo y Delia, el coronel de quien ignoraremos su nombre y al que sólo el enajenado olvido que da el Alzheimer le permitirá olvidar lo que nunca reconoció ni siquiera como un error. 

Por otra parte, los personajes menores de la novela destacan porque vinculan a Delia con la posibilidad de remontar el dolor a través del amor: la señora Liz, huantina también de quien se nos descubre el secreto que guarda sólo en la penúltima página de la novela y el limeño Enrique Arias, un personaje entrañable y de bien delineado perfil, que acude a la redención de Delia a través del sacrificio que realizará y del que sólo se nos da un apunte breve de la manera como ha de llevarlo a cabo para conseguir el amor de Delia y ayudar a liberarla de su traumático pasado. 

Unas palabras finales para un tema que atraviesa la novela, la religiosidad de sus personajes principales, tema que nos permite apreciar la sutileza con la que Cueto demuestra sus simpatías por uno u otro personaje o que nos permite entender la ética que subyace a la novela.  

Comencemos por esto último. El padre Esteban, en la misa que precede al día en que Delia huye de Lima, manifiesta lo siguiente (pp 76): "El perdón es lo más difícil y, sin embargo, uno no puede seguir viviendo sin perdonar a otros y a uno mismo. Vivir es perdonar para poder seguir viviendo. No solo es un acto de generosidad. También de supervivencia". Es evidente que el mensaje es claramente entendido por Delia si intentamos explicar la conducta que la anima a desarmar al capitán Olea, antes que éste se suicide: es la tibieza de su mano la que éste siente salvadora de su vida, si bien momentos antes no supiera entender lo que sus ojos le decían aunque sí que "el perdón, la lástima y la reconciliación estaban muy lejos de ella en ese instante". Delia triunfa sobre la irracionalidad de Arturo Olea con el empuje moral que le da el saber que puede perdonar a quien la ha humillado tan cruelmente. Mientras en la otra cara de la moneda, el infame coronel olvida todo -"son las consecuencias de la guerra" señalará irreflexivamente su esposa de su demencia- sin requerir del perdón de sus víctimas. Cuánto ilustra el devenir de los personajes lo que ocurre en el Perú de la postguerra resulta indudable: mientras que las víctimas de la barbarie senderista o estatal necesitan recordar de un modo radicalmente distinto el pasado que los humilló a través del perdón a sus ofensores, éstos prefieren el olvido abyecto que permita que no se les confronte con sus responsabilidades de ayer. Su rechazo a todo lo que signifique la memoria de los errores cometidos en la represión, rechazando -por poner algunos ejemplos- los resultados de la Comisión de la Verdad y Reconciliación o manifestando su oposición a entidades emblemáticas como el Lugar de la Memoria o Yuyanapaq son expresión real de que esas heridas aún no se curan y de la urgencia de conseguirlo, aunque les cueste aceptar su inequívoca responsabilidad en las muertes de miles de peruanos indígenas y pobres. 

Finalmente la contraposición que Cueto realiza de la manera en que los personajes principales viven su religiosidad nos permiten ver no solo las simpatías del autor por sus personajes sino el valor que le da a este segmento de la vida mental en la búsqueda de una racionalidad que les permita a los seres humanos entender mejor sus propias historias personales. Así, mientras el excapitán Olea se apoya como a un talismán del crucifijo que cuelga en su taxi y califica la muerte de su esposa e hija al volver de la guerra como el cobro de una deuda de vida por la que tenía que pagar, este pago es también un recurso que resuelve el sufrimiento a través del egoísmo, revestido de creencia religiosa: "Iba -llevándole a Delia el dinero robado- a tener que recordar menos esa tarde, en la que había obedecido a su maldito jefe. Así Gladys y Carolina (su esposa e hija muertas en un accidente automovilístico) estarían mejor tratadas en el cielo.Y él también" (pp 62). 

Por su parte Delia vive su religiosidad a través de la maravilla que encuentra en sus recuerdos: la Virgen del Rosario en la Iglesia de Huanta, la casa de sus padres adoptivos en el barrio de la Alameda que alberga al Señor de la Ascensión, el encuentro con su ciudad natal mientras huía de Lima, ante la cual "sintió que su cuerpo estallaba en un gran sollozo de amor". La estética que yace en su vida religiosa y la impronta con la que tiñe su memoria resultan de una superioridad ética respecto de la que anima la vida mental del excapitán. Nos queda por averiguar que permite diferenciarse a un ser humano de otro en cuanto a este aspecto, el religioso, de tanto significado en nuestras sociedades de lo que no nos informa más Cueto en el resto de su relato. 

El esfuerzo del escritor por mostrarnos en sus recientes cuentos o novelas -recordamos Pálido cielo, La Hora Azul o Grandes Miradas- el polvorín que aún es la sociedad peruana la cual mantiene sin resanar los grandes abismos que persisten entre sus clases sociales y sin cicatrizar dolorosas heridas en los ciudadanos más desprotegidos, es una advertencia para quienes se mantienen en el poder en nuestro país de que el infierno que se abrió bajo nuestros pies en los años 80 no termina aún de cerrarse del todo y que podría -si lo permitimos con nuestra indolencia- volver con toda su destructividad. 

Guillermo Ladd



lunes, 12 de enero de 2015

Monument Valley



Imaginémonos encontrarnos en una aventura que toma lugar en una de las creaciones de MC Escher y sus imposibles geometrías, añadámosle una simplicidad minimalista en cuanto a sonido y dibujo que nos recuerde al budismo zen con su proverbial serenidad, sugiramos una arquitectura y una sensibilidad provenientes de lo mejor del misticismo sufí, o imaginemos que estamos dialogando con uno de los sabios algebraicos árabes y a todo esto un final tras diez episodios de creciente dificultad lleno de fina sensibilidad y optimismo. Qué suma todo esto: Monument Valley, una aplicación para tabletas y teléfonos. Si me animo a hablar de esta creación es por sus antecedentes: ganador del premio al mejor juego diseñado para Apple el año 2014, sus creadores no han escatimado trabajo artístico alguno en darnos una producción sin igual en el mundo creciente de las aplicaciones. Quien quiera formarse una idea de cómo luce el juego puede dirigirse a este enlace.

Lo digo sin avergonzarme, he disfrutado como un niño los sucesivos capítulos de una historia llena de profundidad, imaginándome en lo que sólo Escher pudo haber pensado y que esto pudiera ser llevado a la realidad aunque fuera bajo la forma de un video juego en el que nos sumergimos desde el primer momento ha sido casi una epifanía. Ha significado, ciertamente, un dolor de cabeza simular la solución de cada episodio, tratar de demostrar si la hipótesis a seguir en el juego era la correcta pero finalmente ha sido una delicia disfrutar de una virtud de la que se encuentran tan ayunos los videojuegos que se reproducen hasta la estridencia hoy en día: sentir que mi tiempo ha sido invertido generosamente... y querer más. Felizmente una secuela ya se encuentra circulando en el AppStore, mientras que el original cuesta sólo 12 soles.

El tema es simple. La princesa Ida, tan silenciosa que de ella sólo oímos sus pasos, ha robado algo que ha venido a restituir al Valle: figuras geométricas que restablecen una vez entregadas el orden dentro de un mundo en el que ya no existe un solo ser humano, sólo el probable espíritu de el guardián de estos bienes valiosísimos. Así vemos que conforme Ida derrota a la geometría escheriana, aprovechándose de ella para conseguir su objetivo, coloca como una ofrenda una figura sólida que elevándose en el aire restituye el perdido equilibrio. Tan sólo el final es diferente, pero no me arriesgaré a contarlo, tan sólo diré que es una expresión excepcional de cómo el dibujo animado puede llevar consigo tanta poesía.

Cómo tengo tiempo para esto? Pues valgan verdades estoy fuera de circulación desde hace un mes por un azar realmente inmisericorde: un cálculo renal impactado en el uréter izquierdo, intervenido el 13 de diciembre, tras mi alta el 26 un nuevo cálculo esta vez en el riñón derecho vuelve a impactarse, para colocar la fresa del pastel tras la extracción del catéter, que se acostumbra colocar para impedir la retracción del uréter, una pielonefrits de la que aun ahora sigo recuperándome gracias a ese maravilloso fármaco, ceftriaxona. Y aún estoy a la espera de la extracción del segundo cálculo esta vez en el riñón derecho. No puedo quejarme, no obstante, tengo algo que no tenía hace mucho -ni siquiera en vacaciones-, tiempo. El que me ha permitido sumergirme en la lectura de lo que me quedaba pendiente del año pasado, y de paso tener acceso a una joya de los videojuegos que revoluciona no sólo la temática habitual sino el escenario y los objetivos del juego mismo. Anímese, es una compra de la que será imposible lamentarse, por supuesto si coinciden la sensibilidad propia con la de los productores, en vista de que, como menciona Huffington Post, Monument Valley es un juego "diseñado para ser bello"

Guillermo Ladd

jueves, 22 de mayo de 2014

"Las Reputaciones" de Juan Gabriel Vásquez


"...que la vida es el mejor caricaturista. La vida nos labra nuestra propia caricatura. 
Tienen ustedes, tenemos todos, la obligación de hacernos la mejor caricatura
 posible, de camuflar lo que no nos guste y exaltar lo que nos guste más"
J G VÁSQUEZ



Sentado en el Parque Santander, en el centro de la hermosa Bogotá, Javier Mallarino, el célebre caricaturista y personaje de la última obra de Juan Gabriel Vásquez, con el embolador a sus pies embetunándole el calzado, esperaba la consagración que el establishment colombiano haría al cabo de pocas horas, celebrando los 40 años de su vida dedicada al tebeo. Mas, sin esperarlo, como una aparición fantasmal, la figura del más reconocido caricaturista colombiano de todos los tiempos, Ricardo Rendón se le presenta cruzando las avenidas para luego desaparecer para siempre doblando una esquina, a pesar de llevar "setenta y nueve años muerto" tras su insólito suicidio en 1931. El olvido que algún día serán él -el personaje Mallarino- y su obra irrumpen en su conciencia, dándole el tono que la nouvelle tendrá en su discurrir. Un obra en la que las dificultades de la memoria, los pesares del olvido y la naturaleza así como la fragilidad que la reputación tiene para el hombre contemporáneo son los temas principales que aborda JGV en esta oportunidad, lo que le ha valido el tercer lugar en la reciente Bienal de Novela Vargas Llosa.

Mallarino no es un caricaturista cualquiera, sus caricaturas políticas lo habían terminado por convertir "en una autoridad moral para la mitad del país, el enemigo público número uno para la otra mitad, y para todos un hombre capaz de causar la revocación de una ley, trastornar el fallo de un magistrado, tumbar a un alcalde o amenazar gravemente la estabilidad de un ministerio, y eso con las únicas armas del papel y la tinta china" aunque, esto colisione con la plena convicción de que "en la calle no era nadie, podía seguir siendo nadie". Y sin embargo, a pesar de haber en ocasiones hecho leña de la clase política bogotana ahora aceptaba la gigantesca maquinaria de lambonería en que se convertía el homenaje a recibir... sin querer sacarle el cuerpo, debido -lo que suena a justificación- a que era la primera vez en la historia de las celebraciones palaciegas de Colombia que a un caricaturista se le rendía tamaña reverencia. 

Así es que ante el público, recibiendo el tributo de una ministra de cultura con "intenciones tan laudables como grande era su ignorancia", quien en el teatro Colón le brinda el irónico reconocimiento  de una estampilla con su nombre y efigie con la que el gobierno quiere premiarle, la mirada de Mallarino sólo busca el reconocimiento amable de quien alguna vez fuera su esposa, Magdalena, sin encontrarlo, tratando de hallar "esa admiración irrestricta que en otros tiempos fue su alimento" y que ahora no existía pues todo estaba perdido entre los dos. La terca persistencia por decir la verdad en aquella clave satírica que le permitía la caricatura sin importarle acabar con la reputación de un hombre, la némesis de Mallarino, el congresista Adolfo Cuéllar, quien hacía muchos años se había suicidado tras permitirse una execrable indulgencia que comprometía el honor de una niña y que Mallarino no perdonó haciendo escarnio de él en la página de opinión de El Independiente. La elocuencia de Vásquez resulta admirable en el momento que describe la irremisible pérdida del amor de Magdalena por su esposo, pues aquella muerte había llegado a producir en Mallarino un inefable orgullo mientras concitaba la admiración de los periodistas que acudían a entrevistarlo tras enterarse del suicidio de Cuéllar. "Estás orgulloso y yo no puedo entenderlo. Estás orgulloso y ya no sé quién eres. No sé quién eres, pero una cosa sé: que no quiero estar aquí". La conciencia moral que Mallarino creía ser, se esfuma con una sola actitud reconocible por quien, sana moralmente hablando, se resistía a aceptar que la notoriedad de su marido estuviera basada en una bajeza, la cual anulaba cualquier posibilidad de perdón porque era claro para Magdalena que aquello que alimentaba el furor justiciero de su esposo se basaba en la reputación destruída de otros seres humanos.

Y es en esta misma celebración que aparece Samanta Leal, la niña violentada por Cuéllar, fingiendo ser periodista para acercarse a Mallarino, buscando reconstruir lo ocurrido, pues aquello sucedido a sus seis años era tan solo olvido aunque ahora se impusiera en su mente como un recuerdo que le era imposible rememorar sino tan sólo como una vaga intuición. Su aparición pone en aprietos las convicciones de Mallarino acerca de la verdad, del papel de los medios en alcanzar la verdad de los hechos, tal cual ellos se dieron. Pues "¿No era una página de un periódico la prueba suprema de que algo había ocurrido?". Así Mallarino ha de buscar lo que realmente aconteció, pese a las admoniciones de su editor quien le advierte lo que podrían sus enemigos hacer de retractarse.

En el microcosmos de la sociedad colombiana, "el olvido era lo único democrático: los cubría a todos, a los buenos y a los malos, ...Ahora mismo había gente en toda Colombia trabajando con tesón para que se olvidaran ciertas cosas y Mallarino podría apostar a que todos, sin excepción, tendrían éxito en su empresa." Pero no es esto lo que pretende Mallarino quien ha visto destruídas sus convicciones al enfrentarse al hecho de que el descalabro de una reputación trae consigo también el de otras: Samanta Leal, llega a exponerle, en un gesto extremoso que demuestra el dolor de la honra perdida, el sexo a Mallarino preguntándole "yo quiero saber qué pasó aquí", argumentando además "Yo no pedí esto. Yo estaba tan tranquila". El sino del personaje se avizora ante la decisión tomada: visitar a la viuda de Cuéllar tratando de buscar la verdad de lo ocurrido. Mas, a pesar de preguntarse de que serviría aquello que iba a hacer, qué significaría entregarse a que lo despedazaran los chacales en que se convertirían sus enemigos, las dudas persisten sobre la ética de su oficio : "¿De qué servía arruinar la vida de un hombre, aunque el hombre mereciera la ruina? ¿De qué servía ese poder si nada más cambiaba, salvo la ruina de ese hombre? Cuarenta años: todo el mundo lo había felicitado en las últimas horas, y hasta el momento no se había dado cuenta Mallarino de que su longevidad no era una virtud, sino un insulto: cuarenta años, y a su alrededor no había cambiado nada". La redención que busca se expresa ahora en reparar la reputación de un hombre muerto así como la de una niña, ahora mujer, que ignoraba las decisiones que se habían tomado sobre su vida sin saber la raíz de las mismas.

La decisión que tomará nuestro personaje, que nos refiere a la alegoría que Daumier, otro célebre caricaturista francés hace del personaje de Luis XVI, a quien dibuja con tres rostros en uno, que simbolizan el pasado, el presente y el futuro de la Francia que él representaba, nos sumerge también en sus cavilaciones acerca de la memoria, pero sobre todo en cómo recordar lo que todavía no ha sucedido, en vista de que, parafraseando a la Alicia de L. Carroll, siendo como es esta función mental "es muy pobre la memoria que sólo funciona hacia atrás". Así, al enfrentarse al olvido, con la plena conciencia de que nada ya lo une al pasado y que el presente, siendo un peso y un estorbo, no es sino una especie de adicción a una droga, sólo queda el futuro al que ha de aproximarse uno deshaciéndonos de nuestra propensión al engaño, al que nos obligan los otros o nosotros mismos, mintiéndonos porque no podríamos soportar demasiada clarividencia.  Tan solo ante la presencia de Samanta Leal, es que Mallarino llega a comprender que "de repente podía hacerlo (el sacrificio al que se dirigía): comprendió que, si bien no tenía ningún control sobre el móvil, el volátil pasado, podía recordar con toda claridad su propio futuro". Y hacia aquello se dirigirá haciendo un cambio rotundo en su vida, el que no adelantamos para que la novela no pierda su interés.

JGV nos coloca ante el conflicto humano que envuelve a quien es considerado líder de opinión, ante sus decisiones y ante la falsa moral que los obliga a arrasar lo que encuentre a su paso teniendo en mente la supuesta necesidad de adecentar a la opinión pública, veleidosa y cambiante con cada nuevo viento ideológico. Su personaje nos hace ver lo que pierde un ser humano como él, los dolores que causa en la sociedad y la necesidad de liberarse de esa forma de autoengaño que se ve coronado con el minúsculo reconocimiento de una estampilla gubernamental que con ironía sutil nos hace ver JGV es lo más que recibirá Mallarino cuando el olvido lo sepulte fuera de la memoria ciudadana, tanto como ocurrió con su mentor Ricardo Rendón. Aunque con una temática diferente de su novela previa, que ganó el premio Alfaguara de Novela 2011, "El peso de las cosas al caer", la novela nos coloca, expectantes, ante los dilemas morales que atraviesa el ciudadano contemporáneo y cómo la resolución de éstos supone, en algunos casos inclusive, la revulsión contra nuestra propia, venerada aunque falseada, identidad.

Guillermo Ladd