La nueva novela de Alonso Cueto, "La pasajera", insiste en uno de los temas que el autor ha venido explorando en su universo creativo, el de la influencia del conflicto armado sobre las individualidades que conforman la sociedad peruana. No asistimos, ciertamente, a la guerra misma, vemos sus resultados en el destino de sus personajes. Delia, una joven mujer huantina, quien ha sufrido una violación grupal perpetrada por soldados del ejército peruano, y el excapitán Arturo Olea, quien toleró, sin oponerse a las órdenes del coronel que dirigía el destacamento, que se cometiera este crimen, desarrollarán la búsqueda por resolver el conflicto que los mantiene unidos a este entramado, el de un pasado irresuelto que los persigue sin desmayo, a pesar de ellos.
Novela breve por cierto, en la cual se perfila un único conflicto humano con dos caras -cómo podrá el excapitán Olea obtener el perdón de Delia, cómo podrá ella escapar de su equívoco victimario- así como las aristas que éste tiene al influir sobre el resto del universo mental de sus personajes, en particular sobre su capacidad de amar o de incluirse en una sociedad -la limeña- que no parece haber asimilado aún lo sucedido a lo largo de más de una década de terror.
La novela en sus primeros escorzos va discurriendo en episodios paralelos que nos pintan los respectivos entornos sociales y psicológicos de estos personajes. Entornos que deben permanecer separados puesto que su invasión por el otro sólo traerá más sufrimiento a cada uno de los involucrados como claramente se deduce de la observación atenta del fluir de la novela. La ruptura de esta norma implícita es lo que desencadena el dolor en ambos personajes que hasta ese momento habían obtenido un equilibrio en sus vidas. Pero no había otra opción para ellos que atravesar los abismos que los separan.
Asentados ambos en la Lima del Fujimori reelegido para un segundo mandato, Arturo convertido en chofer de taxi, Delia en peluquera, van a ver sus caminos cruzados uno por el otro, cuando Arturo la encuentre como pasajera de su taxi y la reconozca. A partir de ese momento se desata en Arturo una fuerza irracional que, producto del sufrimiento que lleva a cuestas, busca reconciliarse con quien sólo quiere huir de él, negándole sin proponérselo el perdón anhelado. Pero qué podría decirse luego de un acto tan brutal que cuestiona, como Cueto mismo lo señala a través de quien narra la novela, la posibilidad de "que alguna palabra o sentimiento existiera después de eso". Puede reconocerse desde el primer momento el egoísmo que anima a Arturo, la manera imprudente en que se ha de acercar a Delia para luego concluir que no es en el sufrimiento de ella en lo que piensa sino en el suyo propio lo que lo motiva a resolver su tragedia como lo hace finalmente, solución que no genera en el lector un mínimo de compasión por él ni por la víctima de su venganza.
Dos momentos de la novela son merecedores de una atenta observación. El primero en el capítulo II que nos describe lo que interiormente revuelve a Delia y la empuja al borde del suicidio en el morro de Chorrillos, huyendo del excapitán Olea, para encontrarse ante aquella cruz "hecha de las torres que los terroristas habían derribado... Una cruz hecha de explosiones que buscaba la paz". Y lo que se revuelve en ella son los recuerdos de una mujer que sentía la necesidad de aprender "a recordar mejor", es decir a eliminar la amargura de la vejación sufrida, mientras lograba rescatar del olvido el amor por sus padres adoptivos -asesinados por la barbarie del Estado peruano- y la dulzura de su experiencia infantil en la ciudad de Huanta. Sólo el amor por Viviana, la hija producto del oprobio sufrido, es lo que la hace recapacitar sobre lo que pretendía -arrojarse por el acantilado- y tener fuerzas para continuar viviendo.
El segundo momento, en el capítulo V, cuando se encuentra el excapitán Olea ante Delia portando una mochila con el dinero que había robado al coronel aquel que había incitado el crimen "como un estímulo... porque queremos que la tropa se sienta bien" (pp 45). Aquello que se encuentra en su conciencia resulta muy claro en ese clímax que lo empuja a la resolución de su conflicto psíquico, así entiende de la necedad de llevarle el dinero, mientras saca un revólver para matarla a ella y luego a sí mismo. Mientras esto ocurre, él acude a la deliberación moral que resuelve su tragedia, llegando a la conclusión que le permite en ese instante previo a la muerte reconocer la futilidad de sus acciones: "¿Y él? Él había podido ayudarla y no lo había hecho. Él habría podido intentar evitar que eso ocurriera y se había negado. Su falta no había ocurrido en un momento determinado. Simplemente se había dejado arrastrar. Él también era responsable, como si hubiera hecho cola con los violadores...Arturo era igual que ellos. Era peor. Había podido reconocer el valor de los actos. No había tenido suficiente fuerza. No se había atrevido a rebelarse contra el coronel y contra los soldados...No había cumplido las órdenes del coronel, sino las del miedo que crecía en su piel." (pp 105-106). El sufrimiento excesivo del excapitán y la culpa que éste carga se aprecian en su real magnitud cuando se le compara con lo que experimenta el real responsable del sufrimiento de ambos personajes, Arturo y Delia, el coronel de quien ignoraremos su nombre y al que sólo el enajenado olvido que da el Alzheimer le permitirá olvidar lo que nunca reconoció ni siquiera como un error.
Por otra parte, los personajes menores de la novela destacan porque vinculan a Delia con la posibilidad de remontar el dolor a través del amor: la señora Liz, huantina también de quien se nos descubre el secreto que guarda sólo en la penúltima página de la novela y el limeño Enrique Arias, un personaje entrañable y de bien delineado perfil, que acude a la redención de Delia a través del sacrificio que realizará y del que sólo se nos da un apunte breve de la manera como ha de llevarlo a cabo para conseguir el amor de Delia y ayudar a liberarla de su traumático pasado.
Unas palabras finales para un tema que atraviesa la novela, la religiosidad de sus personajes principales, tema que nos permite apreciar la sutileza con la que Cueto demuestra sus simpatías por uno u otro personaje o que nos permite entender la ética que subyace a la novela.
Comencemos por esto último. El padre Esteban, en la misa que precede al día en que Delia huye de Lima, manifiesta lo siguiente (pp 76): "El perdón es lo más difícil y, sin embargo, uno no puede seguir viviendo sin perdonar a otros y a uno mismo. Vivir es perdonar para poder seguir viviendo. No solo es un acto de generosidad. También de supervivencia". Es evidente que el mensaje es claramente entendido por Delia si intentamos explicar la conducta que la anima a desarmar al capitán Olea, antes que éste se suicide: es la tibieza de su mano la que éste siente salvadora de su vida, si bien momentos antes no supiera entender lo que sus ojos le decían aunque sí que "el perdón, la lástima y la reconciliación estaban muy lejos de ella en ese instante". Delia triunfa sobre la irracionalidad de Arturo Olea con el empuje moral que le da el saber que puede perdonar a quien la ha humillado tan cruelmente. Mientras en la otra cara de la moneda, el infame coronel olvida todo -"son las consecuencias de la guerra" señalará irreflexivamente su esposa de su demencia- sin requerir del perdón de sus víctimas. Cuánto ilustra el devenir de los personajes lo que ocurre en el Perú de la postguerra resulta indudable: mientras que las víctimas de la barbarie senderista o estatal necesitan recordar de un modo radicalmente distinto el pasado que los humilló a través del perdón a sus ofensores, éstos prefieren el olvido abyecto que permita que no se les confronte con sus responsabilidades de ayer. Su rechazo a todo lo que signifique la memoria de los errores cometidos en la represión, rechazando -por poner algunos ejemplos- los resultados de la Comisión de la Verdad y Reconciliación o manifestando su oposición a entidades emblemáticas como el Lugar de la Memoria o Yuyanapaq son expresión real de que esas heridas aún no se curan y de la urgencia de conseguirlo, aunque les cueste aceptar su inequívoca responsabilidad en las muertes de miles de peruanos indígenas y pobres.
Finalmente la contraposición que Cueto realiza de la manera en que los personajes principales viven su religiosidad nos permiten ver no solo las simpatías del autor por sus personajes sino el valor que le da a este segmento de la vida mental en la búsqueda de una racionalidad que les permita a los seres humanos entender mejor sus propias historias personales. Así, mientras el excapitán Olea se apoya como a un talismán del crucifijo que cuelga en su taxi y califica la muerte de su esposa e hija al volver de la guerra como el cobro de una deuda de vida por la que tenía que pagar, este pago es también un recurso que resuelve el sufrimiento a través del egoísmo, revestido de creencia religiosa: "Iba -llevándole a Delia el dinero robado- a tener que recordar menos esa tarde, en la que había obedecido a su maldito jefe. Así Gladys y Carolina (su esposa e hija muertas en un accidente automovilístico) estarían mejor tratadas en el cielo.Y él también" (pp 62).
Por su parte Delia vive su religiosidad a través de la maravilla que encuentra en sus recuerdos: la Virgen del Rosario en la Iglesia de Huanta, la casa de sus padres adoptivos en el barrio de la Alameda que alberga al Señor de la Ascensión, el encuentro con su ciudad natal mientras huía de Lima, ante la cual "sintió que su cuerpo estallaba en un gran sollozo de amor". La estética que yace en su vida religiosa y la impronta con la que tiñe su memoria resultan de una superioridad ética respecto de la que anima la vida mental del excapitán. Nos queda por averiguar que permite diferenciarse a un ser humano de otro en cuanto a este aspecto, el religioso, de tanto significado en nuestras sociedades de lo que no nos informa más Cueto en el resto de su relato.
El esfuerzo del escritor por mostrarnos en sus recientes cuentos o novelas -recordamos Pálido cielo, La Hora Azul o Grandes Miradas- el polvorín que aún es la sociedad peruana la cual mantiene sin resanar los grandes abismos que persisten entre sus clases sociales y sin cicatrizar dolorosas heridas en los ciudadanos más desprotegidos, es una advertencia para quienes se mantienen en el poder en nuestro país de que el infierno que se abrió bajo nuestros pies en los años 80 no termina aún de cerrarse del todo y que podría -si lo permitimos con nuestra indolencia- volver con toda su destructividad.
Guillermo Ladd
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