lunes, 31 de marzo de 2014

Las Guerras de Paz



Conmemorando el centenario del nacimiento de Octavio Paz, Enrique Krauze, amigo del poeta publica hoy en El País una semblanza que nos permite apreciar el carácter revolucionario de sus ensayos, su poesía y su actitud ante la vida. Afiliado en su juventud al sueño que trajo a la humanidad el triunfo de la revolución de Octubre y el del socialismo en España, tardaría algunos años en desencantarse de los alcances del comunismo en Rusia y de lo que ocurría tras la "cortina de hierro". 
Adhiriéndose a la creciente influencia de la teoría liberal, no dejó de lado esa vertiente que trae al alma humana la revolución, de la necesidad de la revuelta contra lo establecido, contra las burocracias que dirigen el estado en desmedro del proletariado mundial, aunque se pinten de rojo. Su heterodoxia puso al intelectual de izquierdas latinoamericano ante el crucial dilema de denunciar o no los excesos de los movimientos guerrilleros, de aborrecer o no la mezquindad de gobiernos como antaño el cubano y ahora el venezolano, que han traicionado la legitimidad del proceso revolucionario en beneficio de sus burocracias. La democracia radical sólo puede darse en formaciones sociales en las que exista una libertad irrestricta de todos los ciudadanos.

Las guerras de Paz
'El País' - 2014-03-31
Por ENRIQUE KRAUZE

Octavio Paz confiaba en el poder revolucionario de la poesía para revelar al mundo y para cambiarlo Fue injuriado en aulas y revistas, fue acusado de reaccionario, pero nunca cejó en su combatividad
México conmemora hoy el centenario de Octavio Paz, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1990 y, para muchos mexicanos, el mayor escritor de nuestra historia. Para celebrarlo, han venido poetas laureados a un recital de poesía y, a lo largo de cinco días, se han llevado a cabo varios actos significativos, entre ellos un Congreso Internacional para discutir los temas que lo apasionaron a lo largo de su vida (la revuelta, la rebelión y la Revolución, el sentido de la historia de México, la relación de los escritores y el poder, los fanatismos de la identidad, la democracia en el orbe latinoamericano). Pero la celebración no será unánime. Las guerras intelectuales que libró en vida, las sigue librando después de muerto. Pareciera que Octavio nunca encontrará la Paz inscrita en su apellido.

Perteneció a esa familia de escritores nacidos alrededor de la I Guerra Mundial, marcados por los hechos cruciales que ocurrieron entre 1929 y 1944: la caída de Wall Street, el advenimiento esperanzador de la Revolución rusa, el ascenso del fascismo y el nazismo, la Guerra Civil española, la II Guerra Mundial, el Holocausto. Fue el hermano mexicano de Albert Camus, Ignazio Silone, André Breton, George Orwell, Arthur Koestler, Daniel Bell, Irving Howe: los disidentes de la izquierda. En su juventud fue marxista ortodoxo y en 1937 viajó a España para apoyar a los republicanos. Y, aunque rechazó desde temprano el realismo socialista, repudió al estalinismo y marcó sus distancias de la Revolución cubana, mantuvo su fe en la Revolución como la palanca de redención social, la única posible epifanía de la historia. Todavía en 1967 consideraba al marxismo “nuestro punto de vista” y pensaba que la Revolución, “ungida por la luz de la idea, es filosofía en acción, crítica convertida en acto, violencia lúcida (...). Popular como la revuelta y generosa como la rebelión, las engloba y las guía”. De hecho, no fue sino hasta leer el Archipiélago Gulag en 1974 (justo al cumplir los sesenta años) cuando Paz tuvo la epifanía inversa: “Ahora sabemos”, escribió ese año, “que el resplandor, que a nosotros nos parecía una aurora, era el de una pira sangrienta”.

“Nuestras opiniones en esta materia no han sido meros errores (...), han sido un pecado en el antiguo sentido de la palabra: algo que afecta al ser entero (...). Ese pecado nos ha manchado y, fatalmente, ha manchado también nuestros escritos. Digo esto con tristeza y humildad”.
A lavar ese pecado dedicó los siguientes 24 años de su vida.

Octavio Paz estaba casi predestinado para el culto a la Revolución: nieto de un combativo editor que había participado en las guerras liberales y tenía retratos de Danton y Marat en su biblioteca; hijo del representante de Emiliano Zapata en Estados Unidos, Paz siguió esa genealogía romántica confiando en el poder revolucionario de la poesía para revelar al mundo y para cambiarlo. Pero, curiosamente, en este sentido, una influencia importante fue Walt Whitman. Paz no escribió (como Neruda, otro whitmaniano) la gran saga poética de la América hispana, sino un admirable libro en prosa: El laberinto de la soledad. Desde su publicación en 1950, sigue siendo, para muchos, el espejo donde el mexicano contempla, con horror y fascinación, los rasgos de su identidad: su extraña pasión por la muerte y por la fiesta, sus miedos más recónditos a ser eternamente vencidos o conquistados, el subsuelo indígena (latente, pendiente), el arraigo de su vieja cultura española y católica, el desencuentro con el liberalismo occidental, la vocación nacionalista y revolucionaria.

Aunque fue celebrado desde muy joven por su poesía filosófica (en la que el tiempo, el instante, el amor y sus metáforas en el mundo natural son temas constantes), tras la publicación de El laberinto de la soledad, la obra y la fama de Paz cobraron mayor impulso. Su encuentro en París con Breton y el surrealismo (desde 1947 hasta 1968 vivió en los ambientes de la diplomacia internacional) y su contacto genuino con las culturas orientales (en particular con Japón y la India, donde vivió, pero también con China) liberaron sus formidables energías creativas, no solo en su poesía, sino en libros de teoría literaria (El arco y la lira, La otra voz) o ambiciosos tratados sobre el ocaso de las vanguardias (Los hijos del limo). A este prestigio fincado en su obra se sumó su gallarda renuncia al puesto de embajador en la India tras la masacre de Tlatelolco que puso un sangriento fin al movimiento estudiantil de 1968. Paz creyó ver en la rebelión estudiantil en Europa Occidental y del Este, Estados Unidos y México el advenimiento de la Revolución que había esperado desde su juventud. Y por un breve momento, los jóvenes de entonces nos unimos a él en esa creencia.

De pronto, para sorpresa de esas nuevas generaciones en México y América Latina, Octavio Paz —el poeta revolucionario, el hombre de izquierda— dio el viraje definitivo que aquellos hermanos suyos, los disidentes de izquierda europeos y estadounidenses, habían dado resueltamente a partir de los años treinta en sus libros o revistas. Criticó con denuedo los fundamentos ideológicos de la Revolución rusa (y la china y la cubana, por añadidura), hizo el recuento de su saldo histórico (mentiras, miserias, crímenes) y revaloró la democracia (desde una postura socialdemócrata).

En 1976 fundó la revista Vuelta, que circuló profusamente, mes con mes, en los países de habla hispana hasta la muerte de Paz en abril de 1998. Vuelta fue su trinchera. Allí publicó la obra de los disidentes del Este (Michnik, Solzhenitsin, Sájarov, Kolakowski) y la de los nuevos desencantados en Occidente: Vargas Llosa, Semprún, Revel, Edwards. Además de denunciar sistemáticamente a las dictaduras militares de América Latina y la “dictadura perfecta” del PRI, Paz y Vuelta criticaron —desde los valores de la democracia— a los movimientos guerrilleros de América Latina. En aquellos años —aun más que ahora—, la izquierda latinoamericana no toleraba la mínima crítica a Cuba ni la mínima duda sobre el balance “globalmente positivo” del socialismo real en la URSS y Europa del Este. Frente a esa posición cultural hegemónica, Paz tuvo el valor de introducir y auspiciar a la opinión disidente. Los viejos instintos inquisitoriales y escolásticos reaparecieron ante el heterodoxo: fue acusado de “reaccionario”, deturpado en las aulas, las revistas académicas y los periódicos; en 1984 su efigie fue quemada frente a la Embajada norteamericana (hecho paradójico, porque Paz fue un crítico persistente de la política exterior estadounidense y la economía de mercado). Pero nunca cejó en su combatividad, quizá porque era una forma de expiación. No fue casual que el primer Premio Nobel después de la caída del muro de Berlín haya sido para él: un poeta de la libertad.

Lo acompañé durante 23 años en Vuelta, en esa guerra que no termina. Se sigue librando en las calles de Venezuela y en la conciencia de quienes creemos en la democracia terrenal y perfectible, no en la Revolución redentora y celestial. Paz cometió la herejía de abanderar esa guerra. Muchos, aún, no se lo perdonan. Muchos, aún, quemarían su efigie. Por eso la conmemoración ha sido ambigua. Por eso Paz nunca encontrará la Paz. Es su destino, y su gloria. 

Enrique Krauze es escritor mexicano y director de la revista Letras Libres.

Guillermo Ladd

domingo, 23 de marzo de 2014

"14" ó el apacible esfuerzo de condensar el Armagedón en 90 páginas



                    "El año 1914 estaba envuelto en un aura que hacía que todo
aquel que la percibiera sintiera compasión por la humanidad"

Bárbara W. Tuchman, escritora norteamericana, autora de Los cañones de Agosto


Cómo hablar, en el centenario de su explosión, de un suceso que conmovió a la humanidad durante cuatro largos años, suceso que diera lugar  -algunos historiadores concuerdan- al verdadero inicio del siglo XX. Cómo, cuando historiografía tan extensa sobre el tema no parece haber dejado piedra sin levantar ni biografía sin escrutar con el propósito de hacernos entender el cruel Armagedón que significó la Gran Guerra, la 1a Guerra Mundial de 1914, la que da el nombre a esta reciente novela de Jean Echenoz, "14". Publicada realmente a finales del 2012, la traducción de Javier Albiñana recién llega a nuestras costas bajo el auspicio de la casa editorial Anagrama, la cual ha venido publicando tanto otros títulos del mismo autor como además los de algunos otros escritores de la altura de P. Modiano o P. Michon que reflejan lo que es hoy el actual derrotero que la literatura francesa ha tomado.

Cómo, nos preguntábamos, escribir ahora sobre este tema cuando otros autores -historiadores ellos, como Max Hastings ("1914. El año de la catástrofe") o Margaret McMillan ("1914. De La Paz a la guerra")- nos han hecho llegar sendos, detallados recuentos de lo que esta guerra significó para la humanidad, sin repetir tópicos ya conocidos o sin generar apasionamientos en pro de alguna expresión del pacifismo. Pues, aunque en un ejercicio de historia ficción el conflicto que hizo estallar  esta guerra pudo haberse resuelto de otras maneras -la mencionada McMillan lo sugiere en su libro- lo cierto es que así se resolvió, segando la vida de millones de seres humanos. Y ese sufrimiento es lo que tal vez los autores más modernos no nos permiten ver con claridad, puesto que quienes pelearon en esa guerra ya murieron, si recordamos entre otros a G. Apollinaire, G. Stuparich, W. March, EM Remarque, E. Köppen, quienes, actores y testigos presenciales de lo grandioso y aborrecible de esta guerra, nos dejaron sus testimonios para beneficio de la literatura. Abordar el tema sin haberlo experimentado, supondría un punto de vista diferente, uno que insistiera en el sufrimiento humano como hilo que conduzca la trama, colocándonos así en el lugar de quien viviera la experiencia. Es esto lo que pretende Echenoz y creo que lo hace con sapiencia y retórica precisa. Se propuso ofrecernos los horrores de la guerra en 90 páginas. No hubiera podido hacerlo así si pretendía hacer una novela histórica o si dejaba de repetir los tópicos usuales al respecto de la Gran Guerra, aunque alguno de ellos se haya deslizado en la novela en aras de exponer qué pensaba el ciudadano francés de aquellos años. Y es que la obra se nos presenta desde ese punto de vista, el del ciudadano francés de aquel tiempo. Un narrador omnisciente pinta el sufrimiento de las verdaderas víctimas de esta conflagración, los soldados que fueron enviados a morir, y lo hace sin la pretensión de darnos el menor juicio moral sobre lo que sufrían o sobre los responsables de la barbarie y lo hace a la usanza griega, con la huella de la racionalidad homérica, con la escueta elocuencia que un Tucídides habría empleado para describir una guerra con rigurosa imparcialidad.

Echenoz ha publicado 14 novelas y recibido una decena de premios literarios durante su carrera literaria, entre ellos el Médicis por su novela Cherokee, el Goncourt de 1999 por Me voy, el Aristeion y el Francois Mauirac de 2006 por Ravel. Si queremos entender su arte tendríamos que conocer su pensamiento al respecto, pues tal como expresara en una entrevista que le hiciera el diario argentino Clarín hace unos años, el autor no cree en la inspiración ni en la imaginación pura: "las novelas parten de cosas reales" nos dice, cosa que veremos en varias de sus obras previas -recordamos Ravel (2006) ó Correr (2008)-, en las que no desgrana el tema exclusivamente a partir de su imaginación: los sucesos que son materia prima de esta novela ocurrieron realmente, un familiar de su pareja actual dejó para la posteridad un diario de lo que le tocó vivir en aquellos años, y esta experiencia es la que el escritor se resolvió a narrar bajo la forma de una novela, bajo los nombres de otros personajes.

El relato de lo que experimenta Anthime, "de estatura mediana y rostro bastante corriente" como Echenoz describe al personaje principal, durante el proceso que va desde el presagio que resulta de una inusual ventolera en la Vendée y el toque a rebato de las campanas de su ciudad que anunciaban el reclutamiento, hasta su regreso de combate, lisiado por una herida brutal, se sucede en la voz serena del narrador que nos cuenta lo que ocurre, como un contable que nos hiciera el recuento de las frías transacciones de una firma cualquiera. Tal decisión narrativa nos la explica en un segmento de la novela, puesto que al respecto de esta guerra ya todo ha sido contado de modo tal que lo que convendría al que abordara nuevamente el tema sería el cariz que habría de darle a esta narración: “Todo esto se ha descrito mil veces, -nos dice- quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra, como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa.” (pp 54). El pasaje habla del tono que va a tomar a lo largo de toda la novela el relato de este narrador omnisciente. Incluso la pérdida que sufre Anthime de su brazo, arrancado de cuajo, se relata como si fuera un hecho más entre los mencionados, que linda con la intrascendencia:  “Y así, parecía restablecerse el silencio cuando un casco de proyectil rezagado surgió, sin que se supiera cómo ni de dónde, breve como una posdata. Era un casco de hierro colado en forma de hacha pulida neolítica, ardiente, humeante, del tamaño de una mano, afilado como un grueso casco de vidrio. Como si se tratara de solventar un asunto personal y sin molestarse en mirar a los demás, surcó el aire directamente hacia Anthime, que estaba incorporándose y, sin mediar palabra, le seccionó limpiamente el brazo derecho, debajo mismo del hombro.” (pp 57).

La novela toca los infortunios no solo de Anthime, sino los de su hermano Charles, quien deja embarazada sin saberlo a Blanche, una muchacha burguesa de quien asimismo está prendado Anthime, y de la cual vemos también el sino que tanto ella como su familia burguesa van a sufrir con el paso de la guerra. De ellos y de tres de sus amigos, "compañeros de pesca y de café" de Anthime, el carnicero Padioleau, el matarife Bossis y el guarnicionero Arcenel también se contarán sus no deseados destinos. El mejor descrito, al cual Echenoz dedica varias páginas, el que llega a tener un impacto emocional gravitante en el lector, es el que refiere la manera absurda en la que la muerte le llega  a Arcenel quien, creyéndose solo en medio de la guerra y no sabiendo cómo escapar de ella, consigue equívocamente salir de ella utilizando sin saberlo una tercera forma que no fuera resultando herido en combate, como Anthime, ni procurándose un balazo por mano propia. Se ve obligado a esto en vista de que como Echenoz refiere crudamente “... no se abandona una guerra así como así. No hay vuelta de hoja, está uno atrapado: el enemigo delante, las ratas y los piojos encima y detrás los gendarmes. La única solución es dejar de ser útil para el servicio, lo que esperamos por supuesto a falta de otra cosa, lo que terminamos deseando, es una buena herida, la que (caso de Anthime) garantiza liar el petate, pero el problema reside en que eso no depende de nosotros. Algunos han intentado administrarse por sí mismos la benéfica herida, sin llamar mucho la atención, disparándose una bala en la mano por ejemplo, pero por lo común han fracasado: los han descubierto, juzgado y fusilado por traición. Ser fusilado por los propios, mejor que asfixiado, carbonizado, despedazado por los gases, los lanzallamas o los proyectiles del enemigo, podía ser una opción. Pero también podía fusilarse uno mismo, dedo del pie pegado al gatillo y cañón en la boca, una manera de irse como cualquier otra, podía ser una segunda opción.” (pp 65-6). La descripción de la muerte de Arcenel es de lo mejor en la novela, la profunda compasión que sentimos por él es producto de la hermosa descripción de lo absurdo y de la irrelevancia de una vida durante una conflagración de las magnitudes que tuvo la Gran Guerra.

Los dos capítulos finales los emplea Echenoz para relatarnos la transformación de Anthime en zurdo a la fuerza, debido a la amputación sufrida, y el síndrome del "miembro fantasma" que desde ese momento en adelante ha de padecer, "sintiéndolo -al brazo perdido- insistente, vigilante, socarrón como una mala conciencia" (pp 83). Y las dos páginas finales revelan con sabia ironía la adherencia de Anthime a un credo político del que Echenoz nos expresa el obvio desencanto, que tanto el personaje como el autor tendrán en un futuro apenas previsto por esos años, cuando la Revolución de Octubre resultaba victoriosa, sólo sería cosa de esperar a que el comunismo realmente existente mostrara su real entraña: “Anthime pidió al taxista que detuviera un instante el automóvil, se apeó para acercarse al gran vestíbulo de la estación y se quedó un rato observando aquellos grupos. Algunos de ellos cantaban desentonando canciones sediciosas, entre las cuales Anthime reconoció «La Internacional»... Su rostro permaneció inexpresivo, todo el cuerpo inmóvil, mientras alzaba el puño derecho por solidaridad, pero nadie le vio hacer el gesto.” 

Mas es en el párrafo final que Echenoz expresa toda su genialidad al resolver la novela con un final que ciertamente esperábamos puesto que garantiza la única solución optimista que podría permitírsele al personaje que ha sufrido todo, adaptándose, condición para lo cual Anthime, demostraría tener las suficientes aptitudes. El personaje resuelve el dilema con el que la vida lo había enfrentado, efectuando el único acto que podría haberse esperado de él, aquel que como lectores deseábamos sucediera en algún otro momento, pero que hasta esta página final pensábamos que resultaría imposible. Así, Echenoz nos lo entrega como si nada en particular ocurriera, como si la felicidad fuera un bien inútil, indeseable de alcanzar luego de tanto sufrimiento. Sea dicho desprejuiciadamente, cómo podría ser la dicha un bien a desear para los hombres de aquella época, si aquellos -como un pasaje premonitorio nos lo recuerda al comienzo de la novela- no fueron capaces de entender aquello en lo que se verían involucrados, al ignorar la vieja máxima bíblica "Aures habet, et non audiet", tienen oídos pero no escuchan, frase que nos recuerda "El 93" de Víctor Hugo, novela que tampoco Anthime logra leer, pues este libro que llevaba consigo el día que Francia se alista para la guerra, se le cae de la bicicleta en la que paseaba por el campo ignorante de la desgracia que sobrevendría. Pero aunque él hubiera tenido oídos, qué podría haber hecho? La guerra desbordaba todo lo que humanamente hubiera podido hacer un hombre aislado, recayendo la responsabilidad en quienes patrocinaron el conflicto, cuya presencia, aunque no los mencione explícitamente Echenoz, es una que desfila en medio de todas las atrocidades a las que acudimos .

Por otra parte, Echenoz, calificado de escritor minimalista por algún crítico, reniega de dicho adjetivo y nos ha dicho que prefiere actuar como un psicólogo conductista al escribir: no se adentra en la psicología del personaje a la manera de un Dostoievski o un Henry James, prefiere la descripción de la conducta al estilo de Dashiel Hammet, para que a partir de la descripción de las conductas y su relación con el mundo concreto uno pueda deducir el pensamiento íntimo del personaje. No cabe esperar, por tanto, sino la brevedad al pintar a los personajes, aunque ésta deviene en un elemento que define la particular relación que el escritor ha tenido con ellos en la actual como en sus obras previas. La parquedad se ve compensada con la precisión con que se describe el sino de los seres humanos: impotentes para evitar los resultados del destino, acudimos a éste y nos entregamos en sus brazos, sin mayor reclamo. La comentarista de Telerama, Nathalie Crom, ha escrito un comentario bastante apreciable al respecto de este tema que merece reproducirse: "Sin eludir la violencia ni el espanto, compone, por así decir, una partición entrecerrada y lacónica, todo salvo hiperbólica. La novela es fulgurante, precisa, grave; la guerra se convierte en una circunstancia crucial, perturbadora, para el destino anunciado de los individuos a los que ha decidido pegarse."


Tras lo dicho por Echenoz en esta novela, quedará algo más por decir de la Guerra que destrozó en sus manos el destino de millones de seres humanos? Más aún, podrá decirse algo más sobre sus horrores con tan depurada economía de medios?


Guillermo Ladd

domingo, 9 de marzo de 2014

Los Cristos del alma de Sérvulo Gutiérrez. En el centenario de sunacimiento.

                             
                                                    Autorretrato de 1945

Julio 21 de 1961. Sérvulo se muere. Ha venido muriendo desde hacía meses. Lo sabía porque las bacanales del bar Zela y del Negro-Negro ya estaban agotadas al saberse incapaz de conseguir más crédito para soportar sus noches de insomnio. Sus "cheques", antes cotizados por los dueños de aquellos bares -servilletas en las que ofrecía los dibujos que últimamente lo obsesionaban, el Señor de Luren y Santa Rosa- ya no le permitían las francachelas de otrora, así que no le quedaba más que recalar en el bajopontino Rincón de los Valientes. Esta mañana luego de beber por días llega a una clínica en donde ningún médico se encontraba de turno y su entrañable mecenas Luis D'Onofrio cree conveniente trasladarlo a otra. Inútilmente. Fallecería tras una convulsión relacionada con su consumo inveterado de alcohol.

Mudos testigos de su descenso al infierno quedan los cuadros y "murales" que haría incluso con chapas de cerveza en la mampostería de las paredes de los bares que frecuentaba entre 1959 y 1961. Algunos estudiosos han dado en llamar a esta etapa de su creación artística, su "etapa mística", pues su afiebrada creación consistía en imágenes cada vez más retorcidas y oscuras del Cristo de Luren y de insospechadas o no reconocibles Santa Rosas. Se me ocurre que su identificación con esas figuras que terminan su ciclo artístico tiene menos relación con lo divino que con su humanidad, a aquellas él va a desguazar de todo resabio divino hasta hacerlas irreconocibles. Tal vez su propio sufrimiento, sus ansias por terminar una existencia que encontraba baldía lo hacía reconocerse en la humanidad de Cristo, soportando la tortura de seguir vivo, sabiendo que su destino le auguraba una muerte inminente. Mientras que la ausencia del amor correspondido le daba a los rostros de la mujer que ve en Santa Rosa, la paulatina pérdida de sus características más venerables hasta convertirla casi en una máscara que no nos permite reconocerla.

                                
                                                      Autorretrato de 1950

Qué pasó con una carrera que parecía indetenible, con aquel que, alejado de las polémicas entre indigenistas y no indigenistas, prefirió seguir el camino propio, empleando su autodidactismo para ofrecernos una pintura que no tiene parangón en la plástica nacional. Sérvulo Gutiérrez es tal vez el único pintor peruano que nos permite entender cómo su quehacer artístico está entretejido con los avatares de su vida con tan diáfana claridad. Y sin embargo entender su arte ya no es posible sino recurriendo a catálogos de alto costo o a alguna crónica que incluya reproducciones suyas en alguna revista o diario. Nuestros museos no exponen con frecuencia lo que dió razón a su existencia, no existe ninguna exposición permanente de su obra, ni siquiera hoy, 20 de Febrero, en que se cumple el centenario de su nacimiento.

Restaurador y eximio falsificador del arte precolombino, mientras trabajaba con su hermano Alberto; boxeador en Buenos Aires hacia 1935, recala luego en la Francia de Vallejo a quien conoce antes de su muerte. Vuelve a América al iniciar la II Guerra Mundial decidiendo iniciarse en la pintura luego de algunos cursos libres con Emilio Petturoti en Argentina que lo definirán por el empleo de las formas figurativas en bodegones, paisajes y retratos de soberbios logros. Nunca adherirá al abstraccionismo aunque en algunos cuadros finales se perfile esta vertiente. Independiente hasta el fin argumentó contra los -ismos que agotaban a los intelectuales de la época, apostando por una pintura peruana, que sólo podría realizarse bajo ciertas condiciones: "Creeremos en la posibilidad de una pintura peruana el día en que haya un espíritu peruano, una personalidad peruana y buenos pintores peruanos. Pero no es pintando llamas o indios que se conseguirá pintura peruana: los franceses han hecho pintura francesa, los españoles pintura española, los flamencos pintura flamenca, pintando todos los mismos temas: el Cristo, la virgen, los Habsburgo, los borrachos, los campesinos o un ramo de flores" (1).

Sus años finales, empobrecido, aún ansioso por amar y ser amado, alejado de la única hija que dejó en Argentina, los sufre dedicándose a lo que muchos ven como un proceso de autodestrucción personal, lo que se evidencia claramente en sus Cristos de Luren. Elida Román, en un catálogo publicado en 1998 por Telefónica del Perú y el Museo de Arte de Lima, refiere al respecto: "Esos Cristos sirven para expresar no sólo la instancia religiosa o de devoción. Siempre se vuelven carnales, familiares, inmediatos. Somos nosotros. Es Sérvulo". Y más adelante: "La presencia de Cristo se volvió más frecuente y también más tenebrosa. Los rasgos se fueron ocultando -¿hundiendo?- tras sombras que avanzaban. Los retratos mostraron una ferocidad despiadada. Todos eran el mismo. En todos domina la línea rígida, dura...Más que una imploración, sus Cristos parecieran reflejar su propia insoportable angustia, su lacerante dolor, su frustración y esa desesperada manera de pedir afecto". Al respecto de sus Santarosas, Román también argumenta: "Su notoria ambigüedad, que las hace depositarias de muchas notas ajenas a la santidad. En algunas, los atributos son entre sutiles y confusos. Por momentos pareciera que todas las mujeres se resumen en estas Santas. Desde la madre hasta la amada, pasando por todos los roles posibles. paradigmáticas, a veces retratos reconocibles, otras pecadoras no disimuladas."

A continuación todos sus Cristos y Santa Rosas en orden cronológico para ilustrar este particular punto de vista:
                           

                                                            Cristo, 1957

                               

                                                          Cristo, 1959-1960
       

                                                         Cristo, 1959



                                                        Cristo, 1960

                                  
     
                                                             Cristo, 1960

                                  

                                                           Cristo, 1961

                                 

                                                          Cristo, 1961

                                  

                                                          Santa Rosa, 1955

                                 .

                                                         Santa Rosa, 1958

                                
   
                                                         Santa Rosa, 1961


Y ahora, a cien años de su nacimiento, ninguna memoria que recuerde por parte del estado peruano. No es de extrañar por tanto la avaricia conmemorativa, que sólo familiares del pintor se han animado a recordar. El estado peruano no concede a los peruanos ilustres ni siquiera el aprecio de una nota periodística. La cultura nunca estuvo más olvidada que en los tiempos de la gran transformación. 

NOTAS:
(1) Entrevista en Nuestro Tiempo. Año 1, n 1. Lima, Enero de 1944, pp 2-3
(2) Élida Román: Sérvulo. Itinerario de una Imagen. Del libro Sérvulo Gutiérrez 1914-1961 (1998)
   



      

The River & The Thread de Rossane Cash


Ser miembro de la realeza country norteamericana, es decir ser hija del icono cultural Johnny Cash y estar emparentado con la reconocida familia Carter, puede traerle a quien quiera aventurarse en los vastos mares de la composición una insoportable responsabilidad. Haber sufrido una intervención cerebral por una malformación de Chiari, que la forzara a detener su tarea creativa durante 7 años, podría quitarle la esperanza al más valiente. Emprender la restauración de la casita en la que viviera su padre cuando niño, aventurándose por ese sur profundo que Faulkner describiera con crudeza, sería una coincidencia feliz que le permitiría a Rossane Cash reencontrarse con su pasado y con el de su padre. No podrían los astros efectuar una mejor conjunción de situaciones como para que Rossane se propusiera componer, en ocasiones con su esposo, John Leventhal, este disco de notable belleza, The River & The Thread, que ha publicado en los primeros días de febrero y que puede encontrarse íntegramente en este sitio.

Con una carrera de más de 35 años, Rossane ha sido aclamada desde sus primeras composiciones, como las que expuso en su segundo álbum Seven Year Ache (1981) hasta la última trilogía que ha venido entregando al público tras la muerte de su padre, la cual incluye Black Cadillac (2006) y The List (2009) en donde interpreta lo mejor del repertorio de Johnny Cash. The River & The Thread, completa esta tarea, la cual, aunque no se refiere directamente a su padre, toma la sensibilidad que produce lo sureño en ella, la amolda a la suya y nos ofrece un resultado que vale la pena escuchar. No por nada ella misma ha mencionado en una publicitada entrevista "si nunca vuelvo a hacer otro álbum, estaré contenta de haber hecho éste", ya que en éste reúne aires sureños que van desde el pop  al uso de Dusty Springfield o Bobbie Gentry, pasando por composiciones de notoria influencia del blues como se muestra en World of strange design, hasta una joya como Night School, con una orquestación que parece provenir del siglo XIX. No es por nada que en una entrevista dada a El País mencionara con toda claridad "No es un disco que tenga que ver con Johnny. Trata de mí...El título se refiere al río Misisipi y también utilizamos la metáfora del hilo como una especie de unión al lugar". La geografía inmensa del Sur es mencionada con frecuencia para situarnos: Memphis, Florence, Tenesee, hasta Money Road, donde una de las primeras manifestaciones del movimiento por los Derechos Civiles de los 50s ocurriera. Pero no es solo como lugar sino como tiempo y referencia personal que el Sur impone su presencia, tal y como podemos entender cuando le prestamos atención a canciones como Etta's Tune cuya línea inicial (What's the temperature darling?) se refiere a la primera palabra que una pareja que realmente existió, la que formaban el bajista de Cash, Marshall Grant y Etta, pronunciaran durante 65 años de matrimonio inmediatamente luego de despertarse o cuando entendemos la referencia a la sangrienta guerra civil que "When the master calls the roll" revela

Diríamos que el álbum está muy bien logrado, aunque se insinúe cierto matiz conceptual -nos referimos a la alusión frecuente a lo sureño-. Mas, si nos atenemos a los logros que Rossane Cash obtiene en este disco, como lo menciona Kepa Arbizu de la página TamTam Press, los efectos que produce en quien lo escucha valen bien darles nuestra atención: "De esa manera queda conformado un disco que sirve tanto de relato sentimental-histórico de la América profunda como de reflejo de una mirada más íntima y personal. Un recorrido poblado de música de raíces tratada con un gran tacto y sensibilidad" 

Guillermo Ladd

viernes, 7 de marzo de 2014

El francotirador paciente de Arturo Pérez-Reverte


Pérez-Reverte (PR) es todo un personaje. Excelente en su buen decir, tanto que lo ha hecho merecer su lugar en la Real Academia de la Lengua Española. Consciente de las miserias de nuestra cultura, las que expone sin esperanzas de proponer un cambio pues "en ese caso tendría que cobrar el doble por mis novelas". Laborioso en cuanto a la búsqueda de sus temas que le permiten actualizar su antiguo oficio de reportero de guerra, no ha de iniciar un nuevo proyecto sin estar lo suficientemente versado en el asunto, incluso a costas de exponerse a ciertos peligros como los que ha tenido que pasar para acopiar el suficiente material que le permitiera escribir El francotirador paciente, su última novela.

Hace algunas semanas ésta llegó a Lima, traída por la editora Alfaguara, y ha concitado interés luego de la aparición de alguna reseña sobre ella que, con algunas entrevistas aparecidas en periódicos españoles, nos permite tener un juicio adecuado de esta novela-tratado sobre street art, a la que le sobran algunas páginas si la vemos como tal o a la que le faltarían otras si esperaramos los resultados obtenidos en sus anteriores entregas, como coinciden algunos comentaristas que escriben en otras páginas de internet.

El título se refiere a Sniper, un grafitero transformado en "guerrillero urbano", lo cual no tiene connotación militar alguna, aclaremos, es la manera como el personaje se define para manifestar su oposición a lo establecido formalmente como arte, desde la versión que tiene del mismo el capitalismo vigente, aquel que con su salvajismo domesticado, reduce a grupos humanos enteros a la marginalidad y a la expresión por parte de estos de su encono por la condición que se les ha impuesto sin haberlo deseado, a la manera que ellos encuentran posible expresar.

Aunque, stricto sensu, la novela relata la búsqueda que del dicho Sniper, una scout, ese alguien encargado de localizar autores y libros interesantes, Alejandra Varela, ha de efectuar para encontrarlo, con el objeto de hacerle llegar el ofrecimiento de una casa editorial de publicar un catálogo completo de su obra callejera y promover una retrospectiva suya en los principales museos del orbe, el MoMa, el Tate Modern -una oferta no despreciable para quien se considere artista plástico, por cierto. La búsqueda nos trasladará por Madrid, Lisboa, Verona, Nápoles, el "territorio comanche" -empleando la jerga perezrevertiana- a conquistar por el graffitero en oposición a quienes dictan el canon sobre lo que es ornato citadino y a quienes autorizan el espacio público sobre el cual podrá o no hacerse arte. Las contradicciones que fuerzan estos opuestos, la ideología que subyace al "guerrillero urbano" por una parte, como la que expresan los representantes del circuito comercial del arte contemporáneo tanto como las autoridades municipales y policiales por otra, le dan el nervio necesario a la novela que solo decae cuando se pone didáctica, actitud que resulta un mal necesario en vista de que el street art no resulta una forma de expresión artística que sea fácilmente asequible en cuanto a sus códigos y a sus motivaciones.

Narrada en primera persona por Alejandra Varela, Lex, nos ofrece un relato bastante lineal de lo que ocurre en esa búsqueda. Lo llamativo es que al emplearse ésta técnica, la que habitualmente nos lleva a entender directamente lo que sucede desde la mirada del relator, que no del autor, en manos de PR adquiere otro giro: lo que discurre íntimamente en Lex nos es expresado sólo a través de indicios, de sugerencias o se nos oculta a través de algunas elipsis que tomando en cuenta el resultado final, se justifican en vista del sorprendente remate que da el autor al conflicto entre estos dos mundos en disputa y que, vale adelantar si nos reservamos el relato de lo que ocurre al final de la novela, se encuentra en manos de Lex. Así, las palabras que abren el discurrir suyo tienen su correcto significado cuando vemos el resultado final:

        "la palabra azar es equívoca, o inexacta. El Destino es un cazador paciente. Ciertas casualidades están escritas de antemano, como francotiradores agazapados con un ojo en el visor y un dedo en el gatillo, esperando el momento idóneo. Y aquél, sin duda, lo era. Uno de tantos falsos azares planeados por ese Destino retorcido, aficionado a las piruetas. O algo así. Una especie de dios caprichoso y despiadado, más bromista que otra cosa" (pp 12)

Lo mejor en la novela tal vez sea la descripción de estos dos personajes Lex y Sniper, la restante decena de marchantes se perfilan con poca intensidad, aunque quizás sea el entrañable fantasma que ronda por toda la novela, Lita, la mujer amada por Lex, definida en el par de magistrales pinceladas que el autor nos da de ella, quien justifica las razones por la que Lex actúa como lo hace al final de la trama.

Sniper suscita lealtades entre sus allegados, marginales que no encuentran otra cosa que de sentido a sus vidas que la adrenalina, "los treinta segundos sobre Tokyo", aquello que les permita la identidad negada por el sistema, al plasmar sus graffitis en el ajeno espacio citadino, plantando así su identidad mermada por el sistema a través de los tag con los que firman sus obras, pasajeras como una exhalación, pero suficientes como para justificar el peligro al que se exponen. Y las suscita porque Sniper no se ha "vendido" al sistema, porque permanece en el anonimato, respetuoso del código no escrito pero fielmente cumplido por los que forman parte de esta subcultura urbana, expresando así PR uno de los aspectos de esta contradicción con la cultura formal: mientras los valedores de ésta última tienen un código escrito que regula sus vidas al cual transgreden cuando encuentran la oportunidad, los graffiteros requieren de su propio código para poder sobrevivir y no lo transgreden expresando así una ética que hace de la necesidad, virtud. Este aspecto tal vez sea uno de los aciertos de la novela sobre el cual insiste PR a través de los personajes a quienes da voz y con los que indudablemente se identifica. Veremos así a algunos graffiteros que adquieren vida en la novela como Kevin García, Topo 75, las mellizas Sim y Nao, Zomo, Nicó Palombo, Flavio y los gobbetti de Montecalvario, personajes que habrían sido hechos bajo el modelo de algún graffitero real que PR ha conocido durante el acopio de información, y son los que nos dan pistas acerca de quien es el personaje de Sniper, y el porqué de sus lealtades hacia él.

También conoceremos a quienes han sido las víctimas inesperadas del accionar de Sniper y que buscan su venganza. Lorenzo Biscarrués, hombre rico y desconocedor del arte aunque poseedor de una fundación que exponía arte con propósito mercantil, de quien su hijo en una instalación graffitera que expresara su rechazo a la exposición que los hermanos Duchamp harían en la fundación de su padre, termina perdiendo la vida al pretender efectuarla. Su presencia, a través de sicarios contratados para acabar con Sniper, le dará un matiz de novela noir a esta obra y permitirá ver lo peligroso del juego de Sniper, quien vive en la clandestinidad.

Pero las características personales de Sniper resaltan mejor cuando se encuentran en contrapunto con las de Lex. La rigidez que expresa en su discurso ideológico, la que en el fondo demuestra su real entraña, la no adherencia moral con sus seguidores y con todo lo que significa la sociedad actual, sólo será posible apreciarla en la confrontación ideológica que tiene con Lex próximos a terminar la novela, así Sniper dirá: "Yo no busco denunciar las contradicciones de nuestro tiempo. Yo busco destruir nuestro tiempo" en un alarde de desvergonzado nihilismo. La exigencia de integridad que se impone, no es sino una máscara para su desprecio por lo humano: "¿Acaso crees que el terrorista ama a la Humanidad por la que dice luchar?...¿Que los mata para salvarlos?...No merecemos sobrevivir. Merecemos una bala en la cabeza, uno por uno" (pp 224). Y luego de esta autodefinición perfecta perfila su verdadera relación con quienes lo siguieron inclusive a expensas de sus vidas: "...tus muertos... Forman parte de la intervención. La convierten en algo serio. La autentifican...Yo no mato a nadie, cuidado. Yo sólo planteo el absurdo. Son otros los que, a su costa, rellenan la línea de puntos...Viven el ramalazo de sentir el peligro que llega. De ir allí donde saben que pueden morir. Dignos, responsables al fin...En cuanto a la compasión ¿porqué habría de tenerla? Lo único que hago es ayudar al Universo a probar sus reglas" (pp 224-225).

A pesar de ser una novela que podríamos considerar menor con respecto a otras de su factura (la saga de Alatriste no nos desmentirá), el problema humano, con la peculiar impronta que le da a éste el capitalismo europeo, siempre será expresado por PR vívida, rotundamente, aunque no nos plantee una respuesta al mismo. No está en la obligación de hacerlo. Ya bastante nos ofrece con cumplir el dictum  del gran Saramago que PR nos hace recordar en su novela: "La responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron", que Ensayo sobre la ceguera nos grita al oído y que PR, reconociendo que ha escuchado al viejo portugués, ha satisfecho en esta novela con creces, aunque literariamente nos haya dejado aún cierto hambre insatisfecho, recordando las alturas a las que llegara en sus anteriores novelas. Esperaremos las próximas, el talento creador de PR aún no termina por agotarse.

Guillermo Ladd