"...que la vida es el mejor caricaturista. La vida nos labra nuestra propia caricatura.
Tienen ustedes, tenemos todos, la obligación de hacernos la mejor caricatura
posible, de camuflar lo que no nos guste y exaltar lo que nos guste más"
J G VÁSQUEZ
Sentado en el Parque Santander, en el centro de la hermosa Bogotá, Javier Mallarino, el célebre caricaturista y personaje de la última obra de Juan Gabriel Vásquez, con el embolador a sus pies embetunándole el calzado, esperaba la consagración que el establishment colombiano haría al cabo de pocas horas, celebrando los 40 años de su vida dedicada al tebeo. Mas, sin esperarlo, como una aparición fantasmal, la figura del más reconocido caricaturista colombiano de todos los tiempos, Ricardo Rendón se le presenta cruzando las avenidas para luego desaparecer para siempre doblando una esquina, a pesar de llevar "setenta y nueve años muerto" tras su insólito suicidio en 1931. El olvido que algún día serán él -el personaje Mallarino- y su obra irrumpen en su conciencia, dándole el tono que la nouvelle tendrá en su discurrir. Un obra en la que las dificultades de la memoria, los pesares del olvido y la naturaleza así como la fragilidad que la reputación tiene para el hombre contemporáneo son los temas principales que aborda JGV en esta oportunidad, lo que le ha valido el tercer lugar en la reciente Bienal de Novela Vargas Llosa.
Mallarino no es un caricaturista cualquiera, sus caricaturas políticas lo habían terminado por convertir "en una autoridad moral para la mitad del país, el enemigo público número uno para la otra mitad, y para todos un hombre capaz de causar la revocación de una ley, trastornar el fallo de un magistrado, tumbar a un alcalde o amenazar gravemente la estabilidad de un ministerio, y eso con las únicas armas del papel y la tinta china" aunque, esto colisione con la plena convicción de que "en la calle no era nadie, podía seguir siendo nadie". Y sin embargo, a pesar de haber en ocasiones hecho leña de la clase política bogotana ahora aceptaba la gigantesca maquinaria de lambonería en que se convertía el homenaje a recibir... sin querer sacarle el cuerpo, debido -lo que suena a justificación- a que era la primera vez en la historia de las celebraciones palaciegas de Colombia que a un caricaturista se le rendía tamaña reverencia.
Así es que ante el público, recibiendo el tributo de una ministra de cultura con "intenciones tan laudables como grande era su ignorancia", quien en el teatro Colón le brinda el irónico reconocimiento de una estampilla con su nombre y efigie con la que el gobierno quiere premiarle, la mirada de Mallarino sólo busca el reconocimiento amable de quien alguna vez fuera su esposa, Magdalena, sin encontrarlo, tratando de hallar "esa admiración irrestricta que en otros tiempos fue su alimento" y que ahora no existía pues todo estaba perdido entre los dos. La terca persistencia por decir la verdad en aquella clave satírica que le permitía la caricatura sin importarle acabar con la reputación de un hombre, la némesis de Mallarino, el congresista Adolfo Cuéllar, quien hacía muchos años se había suicidado tras permitirse una execrable indulgencia que comprometía el honor de una niña y que Mallarino no perdonó haciendo escarnio de él en la página de opinión de El Independiente. La elocuencia de Vásquez resulta admirable en el momento que describe la irremisible pérdida del amor de Magdalena por su esposo, pues aquella muerte había llegado a producir en Mallarino un inefable orgullo mientras concitaba la admiración de los periodistas que acudían a entrevistarlo tras enterarse del suicidio de Cuéllar. "Estás orgulloso y yo no puedo entenderlo. Estás orgulloso y ya no sé quién eres. No sé quién eres, pero una cosa sé: que no quiero estar aquí". La conciencia moral que Mallarino creía ser, se esfuma con una sola actitud reconocible por quien, sana moralmente hablando, se resistía a aceptar que la notoriedad de su marido estuviera basada en una bajeza, la cual anulaba cualquier posibilidad de perdón porque era claro para Magdalena que aquello que alimentaba el furor justiciero de su esposo se basaba en la reputación destruída de otros seres humanos.
Y es en esta misma celebración que aparece Samanta Leal, la niña violentada por Cuéllar, fingiendo ser periodista para acercarse a Mallarino, buscando reconstruir lo ocurrido, pues aquello sucedido a sus seis años era tan solo olvido aunque ahora se impusiera en su mente como un recuerdo que le era imposible rememorar sino tan sólo como una vaga intuición. Su aparición pone en aprietos las convicciones de Mallarino acerca de la verdad, del papel de los medios en alcanzar la verdad de los hechos, tal cual ellos se dieron. Pues "¿No era una página de un periódico la prueba suprema de que algo había ocurrido?". Así Mallarino ha de buscar lo que realmente aconteció, pese a las admoniciones de su editor quien le advierte lo que podrían sus enemigos hacer de retractarse.
En el microcosmos de la sociedad colombiana, "el olvido era lo único democrático: los cubría a todos, a los buenos y a los malos, ...Ahora mismo había gente en toda Colombia trabajando con tesón para que se olvidaran ciertas cosas y Mallarino podría apostar a que todos, sin excepción, tendrían éxito en su empresa." Pero no es esto lo que pretende Mallarino quien ha visto destruídas sus convicciones al enfrentarse al hecho de que el descalabro de una reputación trae consigo también el de otras: Samanta Leal, llega a exponerle, en un gesto extremoso que demuestra el dolor de la honra perdida, el sexo a Mallarino preguntándole "yo quiero saber qué pasó aquí", argumentando además "Yo no pedí esto. Yo estaba tan tranquila". El sino del personaje se avizora ante la decisión tomada: visitar a la viuda de Cuéllar tratando de buscar la verdad de lo ocurrido. Mas, a pesar de preguntarse de que serviría aquello que iba a hacer, qué significaría entregarse a que lo despedazaran los chacales en que se convertirían sus enemigos, las dudas persisten sobre la ética de su oficio : "¿De qué servía arruinar la vida de un hombre, aunque el hombre mereciera la ruina? ¿De qué servía ese poder si nada más cambiaba, salvo la ruina de ese hombre? Cuarenta años: todo el mundo lo había felicitado en las últimas horas, y hasta el momento no se había dado cuenta Mallarino de que su longevidad no era una virtud, sino un insulto: cuarenta años, y a su alrededor no había cambiado nada". La redención que busca se expresa ahora en reparar la reputación de un hombre muerto así como la de una niña, ahora mujer, que ignoraba las decisiones que se habían tomado sobre su vida sin saber la raíz de las mismas.
La decisión que tomará nuestro personaje, que nos refiere a la alegoría que Daumier, otro célebre caricaturista francés hace del personaje de Luis XVI, a quien dibuja con tres rostros en uno, que simbolizan el pasado, el presente y el futuro de la Francia que él representaba, nos sumerge también en sus cavilaciones acerca de la memoria, pero sobre todo en cómo recordar lo que todavía no ha sucedido, en vista de que, parafraseando a la Alicia de L. Carroll, siendo como es esta función mental "es muy pobre la memoria que sólo funciona hacia atrás". Así, al enfrentarse al olvido, con la plena conciencia de que nada ya lo une al pasado y que el presente, siendo un peso y un estorbo, no es sino una especie de adicción a una droga, sólo queda el futuro al que ha de aproximarse uno deshaciéndonos de nuestra propensión al engaño, al que nos obligan los otros o nosotros mismos, mintiéndonos porque no podríamos soportar demasiada clarividencia. Tan solo ante la presencia de Samanta Leal, es que Mallarino llega a comprender que "de repente podía hacerlo (el sacrificio al que se dirigía): comprendió que, si bien no tenía ningún control sobre el móvil, el volátil pasado, podía recordar con toda claridad su propio futuro". Y hacia aquello se dirigirá haciendo un cambio rotundo en su vida, el que no adelantamos para que la novela no pierda su interés.
JGV nos coloca ante el conflicto humano que envuelve a quien es considerado líder de opinión, ante sus decisiones y ante la falsa moral que los obliga a arrasar lo que encuentre a su paso teniendo en mente la supuesta necesidad de adecentar a la opinión pública, veleidosa y cambiante con cada nuevo viento ideológico. Su personaje nos hace ver lo que pierde un ser humano como él, los dolores que causa en la sociedad y la necesidad de liberarse de esa forma de autoengaño que se ve coronado con el minúsculo reconocimiento de una estampilla gubernamental que con ironía sutil nos hace ver JGV es lo más que recibirá Mallarino cuando el olvido lo sepulte fuera de la memoria ciudadana, tanto como ocurrió con su mentor Ricardo Rendón. Aunque con una temática diferente de su novela previa, que ganó el premio Alfaguara de Novela 2011, "El peso de las cosas al caer", la novela nos coloca, expectantes, ante los dilemas morales que atraviesa el ciudadano contemporáneo y cómo la resolución de éstos supone, en algunos casos inclusive, la revulsión contra nuestra propia, venerada aunque falseada, identidad.
Guillermo Ladd
Guillermo Ladd